LA LUZ Y LA TIERRA

 

El pueblo y la huerta, El cielo y la montaña,  el árbol y el camino


José Miguel Acosta, Paco Carreño, Javier Huecas, Tremedad Gnecco, Jordi Garriga, Javier Hidalgo, Tello González y Carlos Villalobos, llevan cerca de 20 años reuniéndose durante el mes de julio para afrontar el trabajo al natural, desde el amanecer hasta el anochecer.
En ella exponemos pinturas al óleo, al pastel, acuarelas y dibujos a lápiz, junto a fotografías que ilustran el día a día de la pintura.

 

 

 

Texto de José Miguel Acosta publicado en la voz de Almería el 17 de Septiembre de 2017

 

 

Durante dos décadas el Grupo de Aulago ha desarrollado una actividad de pintura al aire libre en la Sierra de los Filabres de Almería. Dicha actividad, casi una excusa para mirar el paisaje y buscar lugares en los que detenerse, ha supuesto tanto un ejercicio de representación pictórica como un registro real del lugar y sus cambios. Un catálogo que ha llegado a ser, para nosotros, un elemento poderoso de reflexión sobre el sentido del paisaje.

Año tras año asistimos con tristeza al progresivo deterioro y destrucción de este delicado ecosistema. La dejadez e inoperancia para proteger los paisajes y formas de vida tradicionales  son la clave de esta crónica.

Que la codicia no sea la que conforme los paisajes del futuro, sino el respeto por la luz y la tierra. Por el pueblo y la huerta, el árbol y el camino, la montaña y el cielo.

 

El grupo de Aulago


Comenzamos las sesiones de pintura al aire libre desde un pequeño lugar llamado Aulago. Durante cerca de dos décadas, los encuentros han tenido diferentes puntos de partida, todos cercanos. Pero el nombre de Aulago ha permanecido como un concepto, como un término genérico que significa pintura al natural a comienzos de verano.

La actividad que desarrollamos en Aulago es de una sencillez radical y, desde su comienzo, carente de grandes pretensiones. Poco más que una excusa para mirar el paisaje. El programa diario es sencillo y breve. Poco después del amanecer ascendemos a la montaña. La jornada de trabajo dura entre ocho y diez horas. La única ocupación de ese tiempo es buscar lugares en los que detenernos a dibujar o pintar. Nos interesan las rocas, los árboles, los tonos del cielo, los caminos, alguna construcción, las ruinas. Regresamos al anochecer.

Aulago es, ante todo, una experiencia de paisaje. Una experiencia de representación. Una forma de mirar y de transformar la percepción del territorio. Es también una instantánea. La muestra detenida de un tiempo preciso situado entre el espacio abierto de la montaña y unas ruinas de épocas pasadas que la pátina de la intemperie ha diluido en los paisajes.

El trabajo de años ha conformado un catálogo de lugares que ha llegado a ser, para nosotros, un elemento poderoso de reflexión sobre el sentido del lugar. Sobre los restos de una tradición, sobre los ciclos que, como oleadas, se suceden en la biografía del territorio.

Intentar comprender qué significan las ruinas increíbles de un patrimonio de arqueología minera que parece reabsorberse en la naturaleza. Qué nos revelan los bosques jóvenes que se levantan donde un día hubo bosques antiguos ya perdidos. Cuál es el valor del vacío. Por qué es imprescindible que la montaña perviva más allá de las luces de las ciudades.

Aulago fue la excusa para elaborar una teoría de respeto a la montaña, al árbol, al animal, a la arquitectura, al ser humano. Al concepto mismo de paisaje.

Javier Huecas
Conocí al pintor Javier Huecas a principios de los años noventa. Después de ser su alumno tuve la suerte de seguir unido a él gracias a una amistad que dura ya casi veinte años. Durante este tiempo he seguido su obra paso a paso. La serie negra, el museo de naturalezas muertas, las casetas de la playa, la sombra de Friedrich, la serie verde, o los gritos y silencios, son algunos ejemplos de este recorrido. Después, su faceta como escultor, de la que afortunadamente podemos disfrutar en Almería a escala urbana: las Gárgolas de Apolo o la mujer que espera sentada en la plaza de San Sebastián.

En el transcurso de todos estos años sucedieron muchas cosas, tanto en el plano personal como en el artístico. El grupo de Aulago, que se fue forjando en medio de esta creatividad rigurosa, verdaderamente moderna, fue una de ellas.

Para contar el comienzo de la historia de Aulago hay que retroceder en el tiempo más de diez años, cuando dos pintores, Javier Huecas y Francisco Carreño, empezaron a sentir la necesidad conjunta de enfrentarse al paisaje. Era una necesidad sin pretensiones, que acompasaba el trabajo diario del estudio con épocas en las que la pintura al natural cobraba protagonismo. La pintura de paisaje era el pretexto para ejercitar el ojo y la mano; sin ambages, pintor y territorio frente a frente.

El grupo se fue consolidando con algunos pintores más, todos amigos, unidos alrededor de la figura de Javier Huecas: Tello González, Pedro Gamonal, Carlos Villalobos, Tremedad Gneco, Jordi Garriga y yo mismo. De esta manera, la cita con la pintura al aire libre fue poco a poco arraigándose en torno a un lugar, la casa de Aulago, y a una fecha, los primeros días de verano.

Paisajes en los que desaparecer
Durante años fuimos reuniéndonos, dejando atrás la línea de trabajo que cada uno de nosotros realizaba durante el invierno (y al mismo tiempo partiendo de ella), para recorrer la Sierra de los Filabres a la búsqueda de motivos pictóricos. En busca de paisajes en los que desaparecer a través de la pintura o el dibujo.

En estos días se expone por primera vez una heterogénea (y breve) selección de las obras realizadas en estos años. El texto que acompaña el folleto de la muestra resume el espíritu de los encuentros de Aulago:

“Nos despertamos después del amanecer. Suena música clásica en la radio mientras desayunamos. Zumo de naranja, café, té. Dejamos la casa y subimos la montaña. Encontramos un lugar de nuestro agrado para detenernos. Con el sol bajo de la mañana cada uno busca su sitio. Pintamos. Llega el mediodía mientras pintamos. Con el sol en lo alto buscamos una sombra donde descansar. Dejamos la mañana y encontramos un segundo paisaje. A veces suena música, a veces los sonidos o el silencio. Pintamos otra vez bajo la luz cambiante de la tarde. Después anochece. Nuestros coches bajan lentamente hacia la casa. Al llegar encendemos el fuego. Mostramos el trabajo del día. Cenamos, conversamos hasta la madrugada. Cada uno se retira y se apagan las luces esperando que llegue la jornada siguiente”.

Absoluta sencillez
Lo primero que habría que señalar es la absoluta sencillez de la pintura realizada por el grupo de Aulago. Esta aparente falta de pretensiones se ha revelado con el paso del tiempo como su gran virtud. La vocación de retroceder a planteamientos de base encierra, en el fondo, una gran dificultad. El cara a cara entre el pintor y el paisaje guarda algunas claves de algo que podríamos llamar 'humanización'.

La reunión periódica de amigos, la visita de paisajes y geografías donde el hombre aún conserva una cierta inocencia en su relación con lo natural, el acto solitario de encarar estos paisajes silenciosos, el gusto por intentar recuperar el fluir natural y lógico de la mano, de la respiración, o el placer en ejercitar la mirada, son ejemplos sencillos de humanización. El hombre, que ya no es el centro del universo y que durante mucho tiempo ha sentido la escisión con la naturaleza, tal vez desea reintegrarse en el orden de las cosas, aunque sea desde su minúscula presencia. A partir de ese instante, será más fácil elaborar una verdadera idea de respeto hacia la montaña, el árbol, el animal y el propio ser humano.

Entrenar la mirada
Además de esta idea, que se puede resumir sucintamente como la pretensión de fundirse con el paisaje que se intenta representar, el ejercicio de Aulago y los Filabres recrea la sencillez de entrenar la mirada, de adiestrar el gesto. Observar un paisaje para, desde el ojo, traducirlo en un gesto de la mano. Es decir, la esencia primera de la representación pictórica, el pintor como un eslabón de unión entre la naturaleza y el ser humano.

Lo segundo que habría que decir es que todas estas reflexiones aparecen 'a posteriori'. O mejor, su intuición está presente desde el comienzo sin necesidad de hacerse conscientes. Es así como el placer del dibujo en sí mismo, se plasma en las diferentes obras: la fuerza colorista de los pasteles de Javier Huecas, la soltura del apunte al óleo de Francisco Carreño, el trazo hábil y certero del carboncillo de Pedro Gamonal, la violencia mítica de Tello González, las acuarelas vigorosas de Carlos Villalobos o las más tenues y ensoñadas de Tremedad Gnecco, el detalle riguroso y misterioso de Jordi Garriga.

Valga esta exposición para acercarse al bellísimo paisaje de los Filabres. Para acercarse a los mismos motivos desde visiones distintas y alejadas, y no por ello exentas de una cierta unidad. Para disfrutar de unas obras que, sin negar la necesidad de otros discursos complementarios por los que transitan las artes plásticas en la actualidad, reivindican también la tarea sencilla del pintor enfrentado a un paisaje.